martes, enero 11, 2011

La difícil fliliación

Nolia se empeña en "descalificar" a la oposición con insultos homofóbicos

en consideración a lo dicho por el camarada Alberto Nolia
quien identifica a sacerdotes pedófilos como homosexuales



En su acepción más llana, “filiarse políticamente” es, simplemente, volverse dependiente de una doctrina o partido político. Entendida así, en su simpleza, esta concepción es poco justa pues ensombrece toda esa dimensión afectiva que suele acompañar al acto de filiación y que incluso en algunas personas crece hasta adquirir el papel de compromiso.

Muchos de los compañeros y compañeras revolucionarias, afectos al proceso, integrantes de colectivos y comunidades, gente de a pie, no sigue el actual proyecto nacional porque entre ellos medie una simple relación de dependencia –aunque la permanencia de este Estado sea el único garante de su participación protagónica y política–. Acompañan este proyecto de nación con mucho más que un mero arreglo a fines como hacen otros/as, sino también con toda la convicción que nace de sus valores y afectos.

Filiarse en lo político no puede reducirse tampoco a adquirir una “identidad” cónsona de la doctrina que se siga o del partido en que se milite, es más que eso. No nos haremos justicia a nosotros y nosotras mismas, sino hasta que comencemos a conjugar el verbo “filiar” en todo lo amplio de su significado.

Filiar, que proviene del latín filĭus, significa “hijo”, “hija”. Quienes nos sumamos a este proceso en realidad nos hemos convertido en sus hijos, en sus hijas, y por extensión adoptamos a cientos de hermanos y hermanas. Formamos parte de una inmensa familia donde no son extraños los lazos afectivos. La misma palabra “camarada” remite etimológicamente a la persona que cohabita con nosotros/as, que nos acompaña. De manera que filiarse, más que adquirir una identidad y crear una relación de dependencia, implica también la construcción de valores y lazos afectivos con tus semejantes, similares a los que unen a una familia.

Quienes creemos en el proceso, quienes trabajamos y ponemos nuestras esperanzas en él, quienes seguimos con plena convicción el rumbo socialista somos, a través de nuestra filiación política, una gran familia.

Habrá algunos, indudablemente, para quienes filiarse no posea un valor tan trascendente. Allí estaríamos hablando simplemente de “afiliación”, que es la manera expedita que tienen algunos/as de hacer vida política bajo la égida de un partido, de la participación en una organización sin que medien sentimientos de pertenencia, ni de arraigo, mucho menos de fidelidad. Es el trámite legal que te incluye pero que no te compromete ni moral ni afectivamente. De allí que diputados y diputadas que se declaran “independientes” –con lo que invalidan expresamente toda apariencia de filiación previa– les sea tan fácil saltar la talanquera. Preocupante en la medida en que el salto de despegue tiene origen aquí, en Venezuela, pero aterriza en Norteamérica. Su filiación, es decir, su verdadera identificación y dependencia, la encuentran del otro lado del mar.

Pero no es de los diputados camaleónicos de quien quiero hablar, sino de lo difícil que se vuelve, a veces, sentirse parte de esta familia.

Pocos, es verdad, son los grupos identificados como LGBTTI (por cuyas siglas se conoce a la comunidad integrada por lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgéneros e intersexuales) que sienten filiación por el proceso revolucionario. Y de entre esos, pocos son los que han realizado una labor sincera y coherente con los ideales socialistas. La razón de esto puede deberse a que, a pesar que nos identificamos con el proceso y la revolución, el socialismo, tal cual lo viven y entienden algunos, no parece querer identificarse con nosotros y nosotras. Nuestros propios medios nos recuerdan constantemente que en esta gran familia que formamos, seguimos siendo el hijo o la hija que avergüenza.

Llamar a la mafia eclesiástica venezolana una «logia gay» hiere a los hijos socialistas homosexuales, sea que nos identifiquemos o no con ese apelativo gringo. Calificar a los curas pedófilos de «sodomitas» conlleva un doble error: por un lado, confunde pedofilia con homosexualidad, siendo esta última la relación sexual y/o afectiva que establecen dos hombres “adultos” de forma consensual. Por otro lado, implica que los hombres pedófilos se interesan sólo por niños varones, omitiendo o restándole importancia al hecho de que las niñas también son víctimas de semejante violencia sexual.

La pedofilia es una rancia conducta sexual que se sustenta en el ejercicio desmesurado de poder sobre niños, niñas y adolescentes. Es un comportamiento predatorio que se basa en la ventaja física, económica, intelectual y/o emocional, para obtener placer sexual sobre los cuerpos infantiles. En nada se asemeja a la homosexualidad. Identificar a sacerdotes que abusan de niños con los hombres homosexuales sería lo mismo que pensar que todo hombre heterosexual es un abusador de niñas en potencia.

Con respecto al cuento de Sodoma y Gomorra, de donde proviene el cuño de la palabra «sodomita», se puede decir sin miedo a equivocación que se trata de un relato tan históricamente malinterpretado como espeluznante. El señalamiento moral no va dirigido, específicamente, al atropello sexual que pensaban cometer los habitantes de Sodoma en los huéspedes de Lot, sino más bien a la falta de hospitalidad, que en los tiempos bíblicos era considerada un deber sagrado. La acepción actual de la palabra sodomía es una perversión hermenéutica, debió significar inhospitalidad en vez de recoger en su significado toda la maledicencia sexual con que se conoce ahora.

Lo espeluznante del relato está en que, para salvar la honra de sus invitados, Lot no piensa en una mejor solución que entregar a sus hijas en justo intercambio. ¿Es que hay un padre o madre venezolana que siquiera les cruce por la cabeza semejante idea?

Escuchar de labios socialistas la palabra «sodomita», esgrimida como insulto, tan llena de prejuicio como de verbo religioso, nos llena de triste asombro y de pena ajena. ¿Cómo hacer entonces, lesbianas, gays y trans, para sentirnos parte de esta familia? ¿Debemos acompañar la marcha del nuevo proyecto nacional en silencio y desde lejos? ¿Quiénes vamos a salir en defensa del Estado cuando los sectores de derecha lo acusen de homofóbico y de incumplir lo pactado en acuerdos internacionales?

Una comunidad, decía Max Weber, es una relación social en donde sus participantes se unen con la finalidad de crear un todo, basados en principios de reciprocidad afectiva, tradicional o simplemente, de creencias. No hacía falta, apuntaba Weber, que tal reciprocidad estuviese manifiesta en hechos… bastaba con declararse cónsono con los ideales –de allí que se conozca como reciprocidad referida–. Una familia, es el ejemplo perfecto de semejante comunidad.

Si no existe la probabilidad, por mínima que esta sea, de que la inversión afectiva de los integrantes de una comunidad halle correspondencia, entonces la relación social desaparece.

Entonces camaradas, compañeros/as de lucha, hermanos y hermanas socialistas, ¿qué van a hacer con nosotros/as? ¿nos integran o nos desaparecemos?

Javier Véliz
javierveliz01@gmail.com